Existe el mate y las hamacas paraguayas y los colchones de resortes, los ríos de montaña, los masajes en los pies, la ropa cómoda (existen las remeras de séptimo grado), los besos, el piano, el césped, los días de sol. Existe la buena música y las tortitas negras, los viajes en auto, el helado de chocolate amargo, las rascadas de espalda, las medias térmicas, el sexo, las bufandas, los vestidos de verano, las piletas, los jazmines de lluvia en flor, los orgasmos, el cielo nublado en pleno verano, las caminatas bajo el agua, los cuentos bien escritos y las personas que leen lindo y las voces graves y calmas, las caricias en la panza, los asados, el fuego, las siestas al sol. Existen las horas trasnochadas y las tostadas y las pantuflas, el polar, las canciones de cuna, el jugo de naranjas recién exprimido, los juegos de mesa, el fútbol, el picadito entre amigos, el arco marcado con las remeras, las mascotas, el gin tonic, los mimos en la cara, la sensación de cansancio en las piernas después de haber paseado mucho, las mandarinas, los duraznos, tantas formas de abrazar, el dulce de leche, las galerías con piso de baldosas fresco, las canciones cadenciosas, las risas que recorren el cuerpo.
Existen pequeñas delicias cotidianas que hacen que, a pesar de todo, el mundo sea un buen lugar.
Sin ningún aval científico, sin siquiera un rato considerable de observación o meditación, llegué a la conclusión de que las cosas tienden a suceder con una lógica cruel que las apila por rubro. Hoy todas las enervantes, mañana las tristes, pasado las agotadoras, después de eso las tristes, en otro momento las contentas, y así en una continuidad desestabilizante.
¿Por qué será que los astros, tan jodidos ellos, tienen esa peligrosa tendencia a alinearse para el carajo?
En las últimas décadas hombres y mujeres han gastado (o invertido) tiempo, papel, teclados, tinta, micrófonos y esfuerzo en repetirle hasta el cansancio a las mujeres que el príncipe azul y los caballeros en corcel blanco no existen.
Entonces, por mucho que te guste comprarte el cuento, por más que intenten actuar ese papel, aunque procuren susurrarlo con voz quebradiza, es hora de que vos, pibe, también te enfrentes con la realidad.
La princesa dormida y las damiselas en peligro encerradas en el castillo del dragón esperando que alguien las rescate, tampoco existen.
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Hermana: (ese tipeo lo tengo visto) ¿en qué andás?
Café: (¿cómo? ¿estamos hablando de mí?) en nada.
Hermana: (te conozco, chiquita) aha... ponele.
Café: (pobrecita Cafecita) en serio, en nada, ¿podés creer?
Hermana: (no me lo esperaba de vos) ja
Café: (oh, mundo cruel) ni por chat coqueteo últimamente, un bajón.
Hermana: (cielos, no nos reconozco) no sé qué es lo que nos pasa...
Café: (vos sabés de lo que hablo) si llego a estar soltera, me encaro hasta el agua de los floreros.
Hermana: (¡lo tengo, lo tengo, esa la sé!) jajajaja ¡el problema es que en esta casa tenemos cacharro con flores secas y otro con pelotitas de gel! Definitivamente no hay nada encarable.
Café: (disculpame pero mi plata vale) por suerte no soy de esas personas que tienen a mano la libretita negra...
los muertos hay que dejarlos en el placard.
Hermana: (la tonta garpa) ¡ah! ¿la libreta negra es la de los ex?
Café: (le pasó a una amiga) eso me contaron...
Hermana: (¡movete, nena!) nah, ni da... pasalo pisalo
Romper la cama no tiene onda. En serio te lo digo. Después hay que desarmar, poner el colchón en el piso, apilar todas las partes, sacar la pieza rota, encontrar una maderera, poner cara de otaria para que el señor se compadezca y corte ya un palo que pueda reemplazar el dañado, volver a casa, buscar otra vez el destornillador y el martillo, acomodar todo y volver a poner sábanas, frazadas y así. Lo dicho, romper la cama no tiene onda.
Si el percance aconteció en medio de una acrobacia peculiar de un momento compartido de pasión lujuriosa la anécdota tiene, al menos, un tinte divertido. Todo el derrotero se convierte, a la larga, en una anécdota cuanto menos pícara para compartir. Ahora, si la catástrofe es que te sentás sola en la punta de la cama para cambiarte las pantuflas y escuchás track y el colchón se hunde demasiado la cosa tiene mucha menos chispa, viste.
Yo me hago cargo de tener opiniones marcadas y ser vehemente para defenderlas, me hago cargo de ser operativa y ejecutiva hasta el punto de meterme en todos lados y tomarme responsabilidades, sí, pero también derechos que no necesariamente me corresponden. Me hago cargo de ser racional hasta parecer insensible y de no saber pedir las cosas de manera explícita e inesquivable. Me hago cargo de estar llena de psicología casera y de teorías con manteca. Me hago cargo de todos y cada uno de los defectos que me conozco (y de los que me puedas hacer ver con un poco de paciencia).
Pero de ninguna manera y bajo ningún concepto voy a sentirme responsable (o, peor aún, culpable) de que alguien se sienta inferior, de quienes creen por ser menos quejosa no tengo problemas, de que haya quienes no encuentran la forma de defender sus posturas o de que tal o cual se sienta menos hábil o capaz para resolver su propia vida. Con esfuerzo (y no poco), aprendí a hacerme cargo de mi propia persona. No estoy dispuesta a responder por decisiones ajenas.