Entendelo, flaca. El pibe es bobo, eso está claro. Ahora bien, que él no vea tus miserias no te convierte en menos jodida y, definitivamente, no te hace mejor persona.
'Si pusiésemos en fila los automóviles comprados en la provincia durante el 2010, la línea tendría 300 km de largo'
'El mercurio es 13 veces más pesado que el agua'
'En la ciudad había baches en una superficie semejante a la de 13 canchas de fútbol'
Alguien pensó que las comparaciones simplificarían la recepción de nociones. Alguien supuso que ejemplificar de manera tan gráfica lograría que las cifras no se distorsionaran con el boca a boca. Alguien decidió que la relación entre una cifra nueva y un concepto conocido generaría una mejor comprensión de la información. Alguien resolvió que, más allá de la necesidad de un conocimiento previo, el cotejo de datos generaría el impacto esperado.
Aprendí a bajar la fiebre y hacer masajes en los pies. Aprendí a perdonar. Aprendí a hacer tortas de cumpleaños y tragos para casi todos los gustos. Aprendí a priorizar. Aprendí a conocer y frenar muchas de mis compulsiones y a controlar tantos de mis impulsos. Aprendí a limpiar. Aprendí que a veces la mejor (sino la única) manera de cuidar a otro es dar un paso al costado. Aprendí a no demandar. Aprendí que siempre piden más quienes menos merecen. Aprendí a extrañar. Aprendí a respetar los tiempos ajenos y acompañar los procesos. Aprendí a escuchar. Aprendí a alejarme antes de sentir que no puedo respirar. Aprendí a cocinar. Aprendí a decir casi exactamente lo que quiero expresar. Aprendí a querer. Aprendí a desprenderme de los objetos sin arriesgar los recuerdos. Aprendí a cuidar. Aprendí a cortar el pelo y rascar la espalda. Aprendí a compartir. Aprendí a pedir ayuda para combinar la ropa. Aprendí a acompañar. Aprendí a no reprocharme a mi misma los descuidos y detalles que disculpo en los demás. Aprendí a manejar. Aprendí que a veces no sé cuidarme sola y necesito que quienes me quieren me defiendan. Aprendí a esperar.
Aprendí que siempre vale la pena seguir aprendiendo.
Quiero ponerme un pantalón de tela liviana y una musculosa y andar descalza, quiero hacerme un rodete en el pelo y pasear en motos, quiero comprar duraznos y sentarme en el pasto a comerlos y chupetearme los dedos, quiero cantar canciones divertidas, quiero recostarme boca arriba a la sombra de un palo borracho y sentir como la espalda se apoya completa contra la tierra, quiero jugar con el césped entre los dedos de los pies, quiero comer copos de azúcar de colores con ansiedad de nena, quiero adormecerme sintiendo el vientito en la cara, quiero olvidarme de todas las pavadas con las que llenamos los días cuando crecemos, quiero cantar y bailar y jugar y reírme hasta que se me anude la panza y un poco más.
Que las pastillas anticonceptivas, que el corpiño, que los pañales descartables, que los tampones, que las carreras universitarias, que las posibilidades laborales, que la independencia económica. Sí, sí. Todo muy lindo pero insuficiente.
La liberación femenina alcanzó su máxima expresión el día en que la sociedad consideró adecuado asistir a cualquier evento con ropa que no requiera plancha.
Estoy con mil cosas en la cabeza, con los teléfonos que no dejan de sonar, con las casillas atiborradas de correos, con muchos trabajos pendientes, con poca paciencia pero buen humor, con ganas de tirar todo por la ventana y arrojar a varias personas también, con necesidad de dormir una semana seguida, con mates y tortitas negras. Todo con una sonrisa y meneo de caderas.
Abro los ojos a mitad de la noche pensando en un detalle de un trabajo que debo corregir en cuanto llegue a la oficina. Me reto a mi misma. Debería estar soñando, descansando, disfrutando de las horas de horizontalidad y no resolviendo cuestiones laborales. Me ovillo, cierro los ojos y vuelvo a dormir. Sueño que le pido a mi abuela que me teja polainas y bufandas porque extraño que haga frío y usar ropa.
Por una alineación beneficiosa de los planetas, por caridad de mi ciclo hormonal, por las horas de sueño plácido, por gentileza del clima o vaya uno a saber por qué, mi tolerancia estaba en su pico máximo de los últimos tiempos. No importó que me llamen insistentemente por teléfono para pedir estupideces, que reclamen mi atención, que requieran de mi tiempo, que no cumplan con sus funciones, que me compliquen el desayuno, que me pidan un favor y a los cinco minutos haya que cambiar el resultado y al tercer pestañeo volver a la versión anterior y subir y bajar escaleras una y otra vez. No me afectó que entre con sus despotriques de la vida es un desastre, mi mujer esto, mi perro aquello y no sé cuántas cosas más de las que se quejó a los gritos como si a mi me importaran. No me desquició su perfume desagradable ni su música insoportable ni sus llamados telefónicos libidinosos a cuanta muchacha hay en su agenda. Por algún feliz motivo estaba paciente, transigente, tolerante pero tampoco era para forzar las situaciones hasta ese punto. No era necesario hacer cosas de mala persona, de incívil imperdonable, de falta de código. Debería saberlo, hay cosas con las que no se jode.
No hay nivel de tolerancia que contemple mantenerme inmutable cuando me roban descaradamente el equipo de mates.
Abrí apenas la puerta, ofrecí colaboración y, ante la negativa, giré y emprendí mi camino. Al primer paso patiné. Nada grave, quizás ni siquiera un sacudón perceptible pero mi cabeza fatalista me imaginó desparramada escaleras abajo, desnucada en un rincón, muerta en el acto y pensé ¡qué pobreza que mis últimas palabras sean bajo a buscar tinta, ¿necesitás algo?! Entonces comprendí que las muertes accidentales atentan contra las frases finales dignas de ser recordadas.
Las citas célebres están reservadas para las agonías incruentas.