pendiente desde este post de PauLy
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y sí, él va en tercera persona
Él y yo nos conocíamos. Eramos un poco más que compañeros de cursado pero un poco menos que amigos. Él y yo charlábamos, cantábamos, tomábamos cervezas a la salida, caminábamos juntos, nos corregíamos trabajos el uno al otro, nos contábamos muy pocas cosas de nuestras vidas. Él y yo estábamos en pareja cada uno por su lado.
Entre nosotros el ejercicio consistía en estar permanentemente chicaneándonos, desafiándonos, incluyéndonos. Nuestro código era un eterno enfrentamiento en rounds. Nos decíamos las cosas de manera particular, mezcla punzante de cordialidad aprendida y sinceridad descarnada. Pronunciábamos terribles sentencias del otro mirándonos, inmutables, a los ojos.
Después de mucho tiempo su pareja se terminó. Eventualmente la mía también. Una madrugada nos encontró charlando, igual que la anterior. El beso fue inevitable y, de ahí en más, todo fue pasando sin trabas ni apuros. Una noche me quedé a dormir, otra noche se quedó él. Cada uno propuso un desayuno. Un almuerzo lo preparamos juntos. Unas vacaciones las compartimos con amigos y así, en un fluir continuo. Después iba a complicarse todo, de a poco, sin prisa pero sin pausa también. Eso después.
Antes, al principio de la relación, él me contó en capítulos su historia con su pareja anterior. Me relató hechos, momentos, situaciones, discusiones, reacciones, reconciliaciones y esas cosas que pasan entre dos. Al finalizar cada uno de esos episodios yo quedaba, como con cualquier serie, sintiendo empatía por el protagonista. Más allá de la cercanía en cuanto a género y al objeto de afecto con la otra mujer, yo sentía mayor cercanía con él. De diversas maneras fui justificando las reacciones de uno y desmereciendo las de otra.
En una esquina, meses después de terminada mi relación con él, me choqué con ella. Nos conocíamos, por supuesto, de cuando ellos eran pareja. Nos miramos un par de segundos, nos sonreímos, nos saludamos como si hubiésemos sido amigas alguna vez, nos invitamos un café. Cortado para ella, café chico para mí. Dos de azúcar ella, amargo yo. Las galletas ella, los bombones yo. Tan poco en común esa mujer y yo, probablemente poco más que haber convivido con él. De repente, después del ritual de cada una, la charla se desató inexorablemente.
Hablamos durante más de una hora, nos preguntamos, nos contamos, nos reímos, nos enojamos, nos retamos, nos burlamos la una de la otra, nos identificamos. No era odio hacia él lo que nos unía. Era dolor. Un dolor profundo y la extraña sensación de que esa mujer que estaba enfrente nos entendía mejor que nadie. Pagamos la cuenta, nos levantamos al mismo tiempo, otro beso y adiós. Me fui sabiendo que teníamos algo más en común.